Consulta para ganar

El presidente Mas quiere convocar una consulta de autodeterminación, pero ha aclarado que no va a convocarla «para perderla». Nadie lo hace, querido. Es sólo que a veces las cosas no salen como se esperaba. Tampoco se ha echado usted a este ruedo con la esperanza de salir empitonado -ya me perdonará la metáfora taurina- y no atino a ver una salida que le permita superar el trance incólume y airoso.

Para empezar, ha escogido usted malas influencias intelectuales. Eso que anunció ayer ya lo había escrito ETA hace 13 años (Zutabe número 84, julio de 1999): «¿Un referéndum de independencia, sí o no? Por supuesto, hacer un referéndum para ganar. Lo contrario no merece la pena». Razón que les sobraba: ir para perder, a quién se le ocurre.

En 2002, Arzalluz siguió por la misma senda: el lehendakari convocará la consulta «cuando podamos ganarla, nada se convoca para perder (…). En otras partes se han hecho consultas que, ni son referéndum ni tienen la juridicidad o validez vinculante. Simplemente son algo más que una encuesta y evidentemente tienen su valor». Es decir, no son referendos vinculantes y podemos hacerlos legalmente, pero después serán algo más que una encuesta y sí serán algo vinculantes.

Arzalluz había tenido ocasión de votar sí a la autodeterminación en el Congreso en 1978, cuando la propuso el diputado abertzale Letamendía durante el periodo constituyente y no lo hizo. En otras ocasiones se expresó de manera displicente: «La autodeterminación, esa virguería marxista», «¿para qué queremos la autodeterminación, para plantar berzas?» También manifestó una nostalgia autodeterminista: «Si no fuera por los inmigrantes que Franco trajo aquí, habríamos podido plantear un referéndum y ganarlo».

Quizá a quién más se parezca Artur Mas sea a Juan José Ibarretxe, salvo por el pelo. Éste sucedió a Moisés Arzalluz al frente del pueblo elegido y Mas está creciendo ante nuestros ojos como líder visionario: «Soy un servidor de una causa histórica»: pastorear a la peña hasta la tierra prometida, claro. De JJ ha recibido el sintagma tramposo sobre el que descansa el gran equívoco: «el derecho a decidir». A decidir qué, quiénes, en qué circunstancias. La Constitución y las elecciones legislativas y autonómicas a las que dio paso son la expresión del derecho a decidir en democracia. Los catalanes la aprobaron masivamente: votó sí el 61,43% del censo. El Estatuto de 2006 obtuvo un refrendo 25 puntos inferior. Por ejemplo.

Pero no conviene que hagamos fetichismo. El referéndum fue un invento de Napoleón Bonaparte y lo emplearon con mucho aprovechamiento Napoleón III, Franco, Fidel Castro y Bordaberry, entre otros de parecida ralea. Es la única manera en que los dictadores permiten a sus sojuzgados el ejercicio del voto. Franco convocó a los españoles a votar una por una las Leyes Fundamentales del Movimiento y las ganó todas. Sólo dos gobernantes perdieron un referéndum: Pinochet y el general De Gaulle, que sometieron su continuidad a plebiscito y la perdieron.

Llegados a este punto, derecho a decidir, consultar al pueblo, qué de malo hay en ello. Pues depende. Permítame recordarle el mismo chiste que le conté a Ibarretxe hace 10 años, antes de que se estrellara: «Señorita, ¿preguntar es ofender?». «Naturalmente que no, señor». «¿Por un casual es usted puta?».